Desear a otra persona no es lo mismo que amarla, y el deseo, muchas veces, lo que en realidad pretende es utilizar, poseer, manipular. La fuerza del deseo, sobrecargada en nuestros días por el impulso de los omnipresentes mensajes eróticos, hace que la imaginación, la sensibilidad, la memoria del hombre actual estén condicionadas por un potenciamiento excesivo y enfermizo del deseo. Para descubrir la riqueza propia de la otra persona, para llegar a conocerla y a enamorarse de verdad de ella, y no simplemente desearla, es preciso un esfuerzo nada despreciable. Cuando el enamoramiento recae demasiado en lo corporal, aquello ofrece poca consistencia respecto al futuro, porque lo corporal es la parte más efímera de lo humano, la parte más volátil, la que más sufre el declive del paso de los años.
El verdadero enamoramiento lleva siempre a una dilatación de la personalidad, es un alegrarse más con la felicidad del otro que con la propia. Es meter al otro como protagonista fundamental de nuestro proyecto de vida. Queda entonces comprometida nuestra libertad, y eso siempre cuesta, porque significa renunciar a muchas cosas, porque el amor actúa como una fragua donde se templan nuestros egoísmos y nuestros deseos. Porque hay deseos nuestros que no son compatibles con ese amor, deseos que quizá hasta entonces eran buenos y legítimos pero que ahora ya no lo son. En cualquier amor, una vez pasado el acné del primer enamoramiento, la clave del éxito está en ese doloroso proceso de purificación de los deseos. Se trata de una dura prueba, que sirve para foguear y madurar esa relación, que saca a la luz la calidad del material de que estamos hechos y que, sobre todo, saca a la luz la realidad de nuestro empeño por mejorar. Si no se supera esa prueba, en el fondo nos habremos enamorado de nosotros mismos.
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1 comentario:
Muy cierto lo de tu escrito, para reflexionar.
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