
El verdadero enamoramiento lleva siempre a una dilatación de la personalidad, es un alegrarse más con la felicidad del otro que con la propia. Es meter al otro como protagonista fundamental de nuestro proyecto de vida. Queda entonces comprometida nuestra libertad, y eso siempre cuesta, porque significa renunciar a muchas cosas, porque el amor actúa como una fragua donde se templan nuestros egoísmos y nuestros deseos. Porque hay deseos nuestros que no son compatibles con ese amor, deseos que quizá hasta entonces eran buenos y legítimos pero que ahora ya no lo son. En cualquier amor, una vez pasado el acné del primer enamoramiento, la clave del éxito está en ese doloroso proceso de purificación de los deseos. Se trata de una dura prueba, que sirve para foguear y madurar esa relación, que saca a la luz la calidad del material de que estamos hechos y que, sobre todo, saca a la luz la realidad de nuestro empeño por mejorar. Si no se supera esa prueba, en el fondo nos habremos enamorado de nosotros mismos.